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Rodolfo Fernández
5 de agosto de 1977

Caso: Rodolfo Fernández



Pretérito imperfecto:

1 de marzo de 2004
Jorge Elías

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Estaba entusiasmado. Como pocas veces, parece. Algo, empero, iba a comenzar a turbarlo, disipando aquella reacción inicial. Aquel fervor espontáneo frente al desafío de trasponer una puerta del otro lado del Atlántico: en la Embajada de la República Argentina en París, encargándose de asuntos de prensa. Marisa Presti, su mujer, vacilaba. Sabía que era una oportunidad única para él, Rodolfo Fernández Pondal, 29 años, periodista, hombre orquesta del semanario Ultima Clave, de Buenos Aires, y que, con una hija de apenas un año y ocho meses, iba a significar algo así como el trampolín hacia una nueva vida. Vacilaba, sin embargo. Temerosa de lo nuevo. O de lo desconocido.

Lo nuevo, o lo desconocido, terminó tendiéndoles una trampa: “Súpose extraoficialmente que en las últimas horas de anteanoche fue secuestrado el periodista Rodolfo Fernández Pondal, perteneciente a la redacción del semanario Ultima Clave y colaborador de varias publicaciones en el exterior –decía la crónica–. De acuerdo con esta versión, anteayer, a las 23.50, Fernández Pondal viajaba en un automóvil Alfa Romeo en compañía de la segunda secretaria de la Embajada de Suiza cuando, al llegar a la calle Carlos Pellegrini entre Juncal y Arenales, observó que era seguido por un Ford Taunus de color amarillo en cuyo interior viajaban dos hombres”.
La crónica, publicada el domingo 7 de agosto de 1977 en el diario La Nación, de Buenos Aires, era escueta, pero precisa. Sumamente precisa. Todo en ella iba a coincidir con los relatos posteriores, recogidos por Marisa Presti, la mujer de Fernández Pondal, mientras recorría un vía crucis inesperado en busca de una verdad vacilante, como ella ante la puerta que se abría, allá lejos, hace tiempo, en París. Esa verdad con la cual no quiso comulgar durante años. Esa verdad que necesitaba evidencias, más que otras cosas.

“El periodista descendió de su vehículo y se encaminó hacia un edificio de departamentos donde llamó insistentemente por el portero eléctrico –decía la crónica–. Al no obtener respuesta intentó retornar al automóvil en el que viajaba cuando los dos hombres que se desplazaban en el rodado que los seguía, y mediante el empleo de armas de fuego, lo obligaron a introducirse en el Ford Taunus, que se alejó velozmente del lugar. Posteriormente, el hecho fue denunciado a las autoridades de la comisaría 15a., donde se inició un sumario por privación ilegítima de la libertad con la intervención del juez Dr. Adolfo Lanús, por Secretaría Número 106 del Dr. Carlos Garvarino.”
Rodolfo Jorge Fernández (el segundo apellido, Pondal, era un seudónimo), cédula de identidad número 5.773.108, libreta de enrolamiento número 5.274.710, socio de la Asociación de Periodistas de Buenos Aires número 6178, matrícula de periodista en trámite, carnet de jubilaciones en trámite, había desaparecido en ese agujero negro de búsquedas infructuosas que deparó la metodología del terror aplicada por el gobierno militar argentino desde el golpe de Estado del 24 de marzo de 1976 contra todo aquello que presumiera subversivo o, en su caso, peligroso.
Era hijo de Rodolfo Luis Fernández y de Hilda Beatriz Fernández. Había nacido el 9 de junio de 1948 en el populoso barrio de Flores, Buenos Aires. Un funcionario del Registro Civil de Buenos Aires, por instancias de un juez federal, dictó el 5 de enero de 1982, a cinco años y cinco meses del secuestro, la presunción de su fallecimiento. Y fijó como fecha el 6 de agosto de 1977, un día después de su desaparición.

“El señor Fernández Pondal es, según los archivos del Herald (que no son exhaustivos), el décimo periodista en desaparecer desde el golpe –decía el 24 de agosto de 1977 un editorial del diario The Buenos Aires Herald–. Tan sólo cuatro de los diez han aparecido hasta ahora. Uno fue hallado asesinado. Cuatro permanecen desaparecidos. A otras profesiones –las penurias de los abogados acuden a la mente– puede haberles ido aún peor. El caso no es que un periodista destacado –por conmocionados que nos sintamos ante que cualquiera pueda secuestrar a alguien de la integridad y honestidad del señor Fernández Pondal– haya sido secuestrado. Debemos desprendernos de esa piel extra que hemos adoptado para protegernos del sufrimiento en bien de los demás. La acción del gobierno no se efectivizará sólo si la reacción pública fuerza a que se adopten medidas para concluir con este gangsterismo, que se remonta a la apatía pública e indiferencia oficial de comienzos del año 1970. El país jamás se recuperará si la falta del imperio de la ley subsiste bajo la superficie de la vida argentina, reclamando innumerables víctimas, mientras nos desentendemos.”

En los registros de la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (Conadep), creada a fines de 1983 por el gobierno democrático de Raúl Alfonsín con el objeto de establecer el destino de aquellos que un día no regresaron a casa, Fernández Pondal iba a quedar identificado con el número de legajo 2620 entre 84 casos de periodistas desaparecidos (cifra corregida y aumentada después): “Fue secuestrado en la vía pública en Capital (Buenos Aires) –indicaron registros posteriores–. Visto en CCD (Centro Clandestino de Detención) ESMA (Escuela de Mecánica de la Armada), sin indicación de fecha”.

Había sido visto con vida, según una nómina divulgada a comienzos de 1984. Tres habrían sido los testigos, según una nota sin fecha del Ministerio del Interior dirigida al juez federal Miguel Guillermo Pons, en cuyo despacho estaba asentada la causa: Jaime Feliciano Dri (ex dirigente montonero y diputado provincial peronista de la provincia del Chaco, fugado el 19 de julio de 1978 rumbo a París; había estado detenido en la ESMA, hasta el 27 de diciembre de 1977, y en tres centros clandestinos de Rosario, provincia de Santa Fe); Alberto Eduardo Girondo (también radicado en París después de haber estado detenido en la ESMA, en donde preparaba informes políticos sobre la base de libros escogidos por los militares), y una persona de identidad anónima.

En el casino de oficiales de la ESMA, enclavada en la Avenida del Libertador, Buenos Aires, cerca del estadio de fútbol de River Plate, sede principal del Mundial’78, operaba el Grupo de Tareas 3.3.2, integrado por el Servicio de Inteligencia Naval. Era cedido, en ocasiones, al Ejército y la Fuerza Aérea. Tenía tres pisos; en el sótano y en el altillo estaban alojados los detenidos, blanco de torturas.

Por aquellos crímenes han sido juzgadas las sucesivas cúpulas militares y sus ejecutores, beneficiados por las leyes de Obediencia Debida y de Punto Final, dictadas durante el gobierno de Alfonsín. Entre otros, el teniente de navío Alfredo Astiz, llamado a sí mismo Gustavo Niño mientras fingía pena por un presunto familiar desaparecido como infiltrado en las reuniones de las Madres de Plaza de Mayo en 1977, y su par Ricardo Miguel Cavallo, retirado como capitán, alias Miguel Angel Cavallo, Sérpico, Ricardo o Marcelo, involucrado en el secuestro, la tortura y la desaparición de 227 personas, la tortura de otras 110 y la desaparición de 16 recién nacidos cuyas madres habían sido secuestradas.

Cavallo quedó detenido el 24 de agosto de 2000 en Cancún, México, mientras dirigía el Registro Nacional de Vehículos (Renove) de ese país. En el auto de procesamiento, cursado al mes siguiente por el juez español Baltasar Garzón a la Corte Suprema de México para resolver su extradición a Madrid, figuraba Fernández Pondal en una lista de más de 200 víctimas de la represión en la ESMA.

En ella había detenidos que eran clasificados como Casos 1000. Es decir, políticos, sindicalistas, artistas, periodistas o dignatarios de la Iglesia considerados peligrosos que, a su vez, eran difíciles de secuestrar por su trascendencia. Fernández Pondal era uno de ellos, según la revista La Semana, del 22 de marzo de 1984: “Fue uno de los pocos Casos 1000 que salió de los archivos para ser sometido a ejecución. Ex integrante de Radio Rivadavia y codirector del boletín confidencial Clave Política (Ultima Clave, el nombre correcto), Fernández Pondal fue secuestrado por los capitanes (Jorge Enrique) Perren y (Alberto) González Menotti porque «después de coquetear largo tiempo con Massera quiso pasarse del lado de Viola», según el testimonio coincidente de varios sobrevivientes ante la Comisión de Derechos Humanos de la ONU (Organización de las Naciones Unidas). Tras permanecer encerrado varios días en un calabozo de la Capucha, Fernández Pondal fue finalmente trasladado”.

Trasladado significaba ejecutado. “No sabemos quién tomaba las decisiones, no sabemos si el Tigre (capitán de corbeta Jorge Eduardo Acosta) un día se levantaba y decía: «Hoy hago un traslado», o si lo charlaba en el Edificio Libertad con (Emilio Eduardo) Massera (comandante en jefe del arma; miembro de la primera junta militar) y decía: «Comandante Cero, tengo el piso lleno, son 40, voy a hacer un traslado», y éste le firmaba la papeleta... –relató Miriam Lewin de García, sobreviviente de la ESMA–. No sabemos si dependíamos exclusivamente de la simpatía o antipatía de ellos, para nosotros es algo absolutamente oculto. Hubo gente a la que ya habían «puesto a trabajar» y después la asesinaron. Fueron muy pocos, pero los hubo.”

Entre marzo de 1976 y marzo de 1977, Perren, alias Puma, Octavio, Morris o Inglés, era el jefe del sector Operaciones de la ESMA; luego estuvo en Francia, en donde dirigió el Centro Piloto de París, al cual había sido convocado Fernández Pondal, en realidad, no a la Embajada, como presumía al comienzo Marisa Presti. El otro imputado, González Menotti, alias Luis o Gato, era un oficial de inteligencia que ejercía acción psicológica desde el Ministerio de Relaciones Exteriores.

París era una fiesta

En 1977, en coincidencia con el secuestro de Fernández Pondal, las salas de torturas de la ESMA tenían los números 12, 13 y 14. Los traslados significaban la muerte: el día señalado, los denominados pedros llamaban por su número a los elegidos por un grupo de oficiales. Los sacaban de sus cuchas (celdas), distribuidas en la Capucha (recinto con forma de ele) y, conducidos al sótano por los verdes (guardias), recibían una inyección de Pentotal (Pentonaval, en la jerga de los represores) para adormecerlos. En ese estado eran conducidos al sector militar del Aeroparque Jorge Newbery, de Buenos Aires, y cargados en aviones desde los cuales los arrojaban, vivos, al Río de la Plata o al mar. Otros métodos de exterminio eran el ahorcamiento, la aplicación de descargas eléctricas, el remate con armas de prisioneros heridos, la inyección letal y la incineración de los cuerpos, llamada asado, como si de un festín gastronómico se tratara.

En una ocasión, el finado padre de Fernández Pondal, suboficial mayor retirado del Ejército, estaba en un bar del barrio de Constitución, Buenos Aires. Estaba solo, bebiendo un café. Desde una mesa vecina, un hombre se ufanaba de los métodos de la represión: decía que algunos detenidos eran asesinados y que, por la noche, eran arrojados desde aviones al Río de la Plata, así como a un lago de la provincia de Mendoza, con piedras atadas a sus cuerpos.

Rodolfo Luis Fernández, fuera de sus cabales, se puso de pie y, blandiendo una botella con ánimos de hacerla añicos en su cabeza, bramó que su hijo había sido secuestrado y que, desde entonces, no sabía de él. El hombre que había hecho la brutal apología del exterminio estaba acompañado por otro que terció en la discusión, diciendo que tuviera cuidado, que era un comodoro. Es decir, un militar.

En la ESMA, según relatos de sobrevivientes, campeaba un proyecto de recuperación o de captación de algunos detenidos, de modo de lograr su adhesión ideológica a la dictadura militar. Por la vía de la reducción a la servidumbre, ellos realizaban trabajos de mantenimiento y de electricidad, así como falsificaciones de documentos, transcripciones de cintas grabadas, traducciones y monografías sobre temas históricos de especial interés para las autoridades militares. Había otra tarea que guardaba relación con una de las pistas, o de las causas, de la desaparición de Fernández Pondal: el control y el seguimiento de las noticias emitidas por un teletipo de la Agencia France Press (AFP). En ello tallaba la oferta que había recibido antes del desenlace. ¿Ser parte del área de Prensa de la Embajada argentina en París? Ser parte del Centro Piloto de París. Su fin era “influir en el mejoramiento de la imagen de las autoridades militares en el exterior respecto a la situación de los derechos humanos en la Argentina”, según el auto de procesamiento de Cavallo cursado por Garzón. En términos militares, “contrarrestar la propaganda antiargentina”. Premisa a tono con la guerra psicopolítica desatada desde las entrañas de la Operación Cóndor, multinacional del crimen de la cual participaban los servicios de inteligencia del Cono Sur.

Astiz intentó infiltrarse en grupos de argentinos exiliados en París, al igual que en Buenos Aires con las Madres de Plaza de Mayo. El entonces embajador en Francia, Tomás de Anchorena, había planteado al gobierno militar “la necesidad, justamente, de tener un grupo de gente que manejara bien las noticias (...) La idea fue aceptada, pero, a mi juicio, desvirtuada (...) En vez de un equipo profesional, se convirtió en un equipo de gente de la Armada (...) Creía que su obligación estaba más hacia el comandante que hacia el jefe de la misión (...) Mi secretaria de Prensa tiene choques con esos oficiales de la Armada que estaban al frente del Centro Piloto de París”.

La secretaria de Prensa de la Embajada era la diplomática Elena Holmberg, sobrina del ex presidente militar Alejandro Agustín Lanusse. Era su primera misión en el exterior. Debió regresar a a la Cancillería por los choques que tenía frecuentemente con el capitán Perren, señalado como uno de los autores del secuestro de Fernández Pondal, al frente del Centro durante un tiempo. La secuestró el 20 de diciembre de 1978, en Buenos Aires, el Grupo de Tareas 3.3.2; su cadáver apareció el 11 de enero de 1979, descompuesto, en el río Luján, Tigre, provincia de Buenos Aires.

La investigación sobre el asesinato de Holmberg, encarada por sus hermanos, derivó en una hipótesis inquietante: Massera temía que ella revelara su pertenencia a la logia masónica Propaganda Dos (P-2), de Licio Gelli. De esa hipótesis, a su vez, surgió una conexión con los secuestros de Fernández Pondal y del embajador argentino en Venezuela, Héctor Hidalgo Solá. Ambos sabían, al igual que ella, que el jefe de la Armada, apodado Almirante Cero o El Negro, había recibido 1.400.000 dólares de Montoneros para financiar su proyecto político, el Partido para la Democracia Social, estableciendo una suerte de tregua en la campaña contra el gobierno militar en vísperas del Campeonato Mundial de Fútbol, organizado por la Argentina en 1978.

Del Centro Piloto de París se enteró entonces Lewin de García, periodista, detenida en la ESMA desde el 26 de marzo de 1978 hasta el 10 de enero de 1979; la habían secuestrado el 17 de mayo de 1977. Otra detenida, Mercedes Carazzo, había trabajado en Francia como encargada de relaciones públicas del Centro, según testificó el 18 de julio de 1985 durante el juicio a las juntas militares.
También se enteró entonces Lewin de García de la desaparición de Hidaldo Solá por boca de otro secuestrado, Lisandro Cubas: “Me parece que estos se hicieron a Hidaldo Solá”, escuchó. Había un detenido que respondía a sus características, pero “no se nos permitía tener acceso a él, se lo mantenía apartado totalmente del resto de los detenidos; cuando esa persona ingresaba en el baño, se nos retenía en habitaciones”.

Fernández Pondal, al igual que Holmberg e Hidalgo Solá, eran cercanos al general Roberto Viola, sucesor de Jorge Rafael Videla en la presidencia de facto en 1981. Entre sus pertenencias, Holmberg atesoraba una foto de Massera con Mario Alberto Firmenich, jefe de Montoneros, tomada en el hotel Intercontinental, de París, durante uno de los viajes clandestinos que habría realizado a Francia, Italia y Rumania, según declararon en la causa los diplomáticos Gregorio Dupont (hermano del publicista Marcelo Dupont, asesinado) y Gustavo Urrutia. De ello tuvo noticias, también, un hermano de ella, Enrique Holmberg, teniente coronel retirado del Ejército.

En una reunión realizada en la casa de María Cristina Guzmán (luego diputada por el Movimiento Popular Jujeño y candidata a vicepresidenta de la Nación) estaba Viola. En abril de 1985, el entonces presidente de Aerolíneas Argentinas, Horacio Domingorena, reveló durante el juicio a las juntas militares que alcanzó a formularle dos preguntas: “Si eran conscientes de que las armas que se habían repartido entre los grupos paramilitares o parapoliciales se podían volver en contra de ellos en el futuro y si tenía presente el secuestro del periodista Fernández Pondal. Viola me contestó que eran conscientes de ese peligro y a lo segundo me dijo que él venía de hablar con la esposa de Fernández Pondal y que su desaparición no se podía atribuir a grupos subversivos, sino que había sido secuestrado por otras fuerzas que nada tienen que ver con la guerrilla. Ojalá, me dijo, que pudiera algún día precisar quiénes fueron los que lo secuestraron”.

¿Qué sabía Fernández Pondal? Algo, seguramente. Algo que ni su mujer, Marisa Presti, había logrado desentrañar en más de un cuarto de siglo de dudas, más dudas que certezas. Algo que en diálogos sucesivos conmigo, frente a ceniceros que iban a poblarse rápidamente de imágenes borrosas, desembocaba, cual círculo perverso, en cabos sueltos, antiguos contactos, conjeturas absurdas, situaciones inauditas, sonrisas sin humor, recuerdos imprecisos. Malla de contención, o pretérito imperfecto, frente a la indiferencia de algunos colegas de su marido, periodistas como yo, capaces de cruzar la calle frente a ella con tal de no verse involucrados, de no mover un solo dedo, o un solo resorte, por ayudarla, y ayudarse a sí mismos, a esclarecer un pasado, entonces presente, inverosímil, aberrante.

Tan aberrante que, si por ella hubiera sido, tan sólo estaba dispuesta a agradecer las gestiones del director del Herald, Robert Cox, británico. En diciembre de 1979, de tanto meter las narices, debió irse del país con su familia por una amenaza de muerte proferida contra uno de sus hijos en una carta firmada por Montoneros (siempre sospechó que era del gobierno militar); había estado preso durante 24 horas, el 22 de abril de 1977, por haber violado una ley de seguridad. Entre 2001 y 2002, como subdirector del diario The Post and Courier, de Carolina del Sur, Estados Unidos, presidió la Sociedad Interamericana de Prensa (SIP).

“Mi marido manejaba mucha información y tenía contactos con embajadores y gente de la Marina y del Ejército, y hasta Massera lo había invitado a visitar una plataforma submarina –me dijo Marisa Presti–. Nunca supe de amenazas ni nada de eso. Fue una venganza, creo. Le habían ofrecido un cargo en la Embajada en París. Y estaba contentísimo con eso. Yo no tenía muchas ganar de ir, pero debía acompañarlo. Una noche me dijo que ya no le gustaba la idea y que no íbamos a ir. Recuerdo que le dolía el estómago.”

Hacía un mes que tomaban clases de francés. Iban con otro periodista, de nombre Héctor Carricart, y su mujer. Ese periodista, colaborador de un diario de Villaguay, provincia de Entre Ríos, hasta donde pude saber, habría sido el nexo entre Fernández Pondal y el embajador De Anchorena, según Marisa Presti. A los pocos meses del secuestro partió rumbo a Suiza, al parecer. Y ella no supo más de él, pero, me confesó, desde un primer momento no se sentía cómoda con su presencia. Le molestaba algo; no sabía qué.

La clave estuvo en otra frase de Fernández Pondal, aquella noche, cuando decidió no ir a París: “Esto es un segundo caso Graiver”. Fue la causa formal que utilizó el gobierno militar para terminar con el diario La Opinión, dirigido por Jacobo Timerman: el banquero David Graiver, fallecido en agosto de 1976 en un misterioso accidente de aviación cerca de Acapulco, México, llegó a poseer el 45 por ciento de las acciones de la compañía editora del periódico, Olta S.A., y de los talleres Establecimientos Gráficos Gustavo S.A..

Pesquisas del gobierno militar concluyeron que había sido financista de Montoneros en el botín obtenido por el secuestro del empresario Jorge Born, en 1974, del orden de los 60 millones de dólares. El banco de Graiver, a su vez, recaudaba fondos para María Estela Martínez de Perón, llamada Isabel o Isabelita.
La Opinión era crítica de la subversión. Graiver había sido en 1971, en coincidencia con la fundación del diario, el financista fantasma de una revista que alentaba la lucha armada, pero, al mismo tiempo, viajaba con el entonces presidente de facto, Lanusse. En su gobierno ocupó un cargo en el Ministerio de Bienestar Social, copado después, en el gobierno de la viuda de Perón, por José López Rega, mentor de la Alianza Antiterrorista Argentina (Triple A).

Plegaria no atendida

Tras la desaparición de Fernández Pondal, Cox fue uno de los pocos que se acercó a Marisa Presti. La llevó a ver unos documentos en la Embajada de Suecia: decían que había sido “trasladado en forma individual”. Era la sentencia de muerte. Que ella, en su fuero íntimo, se rehusaba a aceptar.

Cox tenía buena relación con el embajador de Suecia en Buenos Aires, Bertie Kollberg: “Él y su mujer hicieron mucho por detener la máquina de tortura y muerte de la ESMA –me dijo–. Obviamente, el caso Hagelin era una alarma temprana para ellos”. Después de ver los documentos, le transmitió a Marisa Presti su impresión: “Creo que a Rodolfo lo han matado”. Ella no dio crédito a sus palabras, aferrada a la esperanza de volver a verlo. De vivir como antes. O de revivir.

El caso Hagelin, sin embargo, había abierto una puerta. Todo comenzó el 26 de enero de 1977, a eso de las cinco de la tarde, con la detención de Norma Susana Burgos en la vía pública. Obra de un grupo comando de la ESMA que, horas después, arribó con ella a su domicilio, en El Palomar, provincia de Buenos Aires. Lo allanaron y montaron en el lugar una guardia de siete personas armadas. Estaban bajo el mando de Astiz. Al día siguiente, a las ocho y media de la mañana, Dagmar Ingrid Hagelin, sueca, 17 años, fue a visitar a Burgos, amiga de ella. Iba a preguntarle si partía de vacaciones rumbo a la playa.
Los guardias creyeron que era María Antonia Berger, rubia y de ojos claros como ella, dirigente de Montoneros. La encañonaron. Hagelin entró en pánico. Huyó. Astiz, en la vereda, puso una rodilla en tierra, extrajo su pistola reglamentaria y efectuó un solo disparo. Dio en la espalda de la muchacha que, herida, iba ser puesta en el baúl del taxi de un vecino. ¿Destino? La ESMA.

El embajador Kollberg otorgó a Dagmar Hagelin amparo diplomático, envió notas de protesta y se reunió con miembros del gobierno argentino. A comienzos de febrero de 1977, la junta militar (el triunvirato formado por Videla, Massera y el brigadier general Orlando Ramón Agosti) discutió el caso en el Edificio Libertad, propiedad de la Armada. Ragmar, el padre de la muchacha, no dudó en señalar al responsable: Massera. El ejecutor, según todos los relatos, había sido Astiz.

En agosto de 2003, derogadas las leyes de Obediencia Debida y de Punto Final, y reabiertas las causas por los crímenes cometidos en la ESMA y en el Primer Cuerpo de Ejército, interrumpidas en 1987, la Corte Suprema de Justicia resolvió continuar con el caso Hagelin: ordenó la detención de Astiz, condenado en ausencia en Francia, a cadena perpetua, por el asesinato de dos monjas de esa nacionalidad, Alice Domon y Léonie Renée Douquet.

En el Herald, fundado en 1876 por el escocés William Cathcart, los editoriales debían ser publicados en inglés y en español por una ley de los tiempos de Juan Domingo Perón. Un capricho del general con tal de prescindir de los servicios de un traductor. Al año del secuestro de Fernández Pondal apareció uno conmovedor. “En homenaje”, se titulaba. Y decía: “Rodolfo Fernández Pondal era el periodista más valorado de la Argentina. Los embajadores extranjeros lo invitaban a almorzar cuando tenían que escribir un informe sobre el panorama político argentino. Sus contactos eran del más alto nivel y podía tomar el teléfono y llamar a generales, almirantes y brigadieres, quienes le tenían confianza y lo respetaban (...) En la creencia de que Rodolfo se salvaría por sus contactos de alto nivel, sus amigos y colegas no dieron la alarma con estridencia, la única defensa de la prensa, tan vulnerable en una década de terror (...) Quizá fuera apresado por las mismas personas que secuestraron a otros dos demócratas muy respetados y que desaparecieron hace más de un año, el entonces embajador en Venezuela, Dr. Héctor Hidalgo Solá, y el ex secretario de Prensa de la Presidencia, Sr. Edgardo Sajón. ¿Quién sabe? (...) Lo único que nos queda hacer, entonces, es rezar (...) Hoy ofrecemos una plegaria por Rodolfo Fernández Pondal y también rendimos homenaje a todo lo que él representó. Si está vivo todavía, no habrá cambiado. Su espíritu es inconquistable y vencerá. Esperamos que esta victoria signifique su retorno sano y salvo a su esposa y a su pequeña hija. Pero si así no fuera, su victoria se dará en el triunfo final de los principios por los cuales vivió y por cuales tantos hombres dieron su vida”.

En términos similares se pronunció días después La Nación: “Tal caso es, en definitiva, testimonio del alto riesgo que ha significado en todos estos años la actividad periodística –decía en un editorial–. Es un caso, entre otros de más antigua y también de muy reciente data, sobre los que no hay luces esclarecedoras. Pero por eso mismo constituyen la certificación del grado de inseguridad individual que todavía perdura en la República y de la vulnerabilidad relativa del Estado para impedir que haya grupos operantes dispuestos a compartir con él el uso de la fuerza. Lo grave es que pueden haberlo compartido”.

¿Por qué Cox, como pocos, se involucró en el caso Fernández Pondal? “Tuve dos razones primordiales –me respondió–. Sabía que era posible salvar una vida con la publicación de una nota sobre la persona, especialmente en un caso en que tan obviamente no era un terrorista. La otra razón era que la línea editorial del Herald era tratar de persuadir al gobierno militar de que sus métodos no eran aceptables. James Neilson, excelente escritor, me ayudó con su filosofía conservadora (liberal, en el sentido real de la palabra) a hacer sermones dirigidos a la conciencia de los militares y de sus ayudantes civiles.”

En una reunión que mantuvo en junio de 1979 con el ministro del Interior, general Albano Harguindeguy, después de una conferencia de prensa, llegó a espetarle: “Mire, los excesos son, por ejemplo, Fernández Pondal. Muchos periodistas son excesos. Hidalgo Solá es un exceso”. Su interlocutor, acompañado por el subsecretario de Interior, coronel José Ruiz Palacios, respondió: “Hidalgo Solá, sí. Fernández Pondal no sé cómo murió. Sí. Yo no puedo saber si es exceso o no”.

En vano insistió Cox:
–Pero ustedes tienen que hacer algo por la gente que es sincera, y hay mucha gente que lo es. Ese es el gran problema. Como me dijo la señora Fernández Pondal: ¿cuál es el problema? ¿Mi marido es un paquete? Ella no ha conseguido absolutamente nada. Ni la han llamado desde la Cancillería diciendo, bueno, señora, tenemos... No sabe qué hacer.
–Yo, a los hijos de Hidalgo Solá, hace mucho que no los veo –dijo Harguindeguy, yéndose por las ramas–. Han estado en mi despacho hablando conmigo, conversando varias veces después de haber muerto el padre y demás.
–Toda la investigación es una broma.
–Cero. Broma no. Llegó a cero, llegó a cero. Escúcheme, Cox, escúcheme...

En una carta dirigida el 26 de mayo de 1980 desde Virginia, Estados Unidos, a su amigo Harry Ingham, empresario germano-argentino radicado en Buenos Aires, Cox le confesó: “Estoy particularmente preocupado por los colegas que han desaparecido, y nunca me silenciarán hasta que los culpables del asesinato de Fernández Pondal sean juzgados. Porque un día podrían elegir desaparecer a otros colegas o amigos. Me imagino que les encantaría deshacerse de Manfred Schonfeld (columnista de La Prensa) o de Jim Neilson (director del Herald después de él). Y como me siento tan culpable por no haber gritado más fuerte cuando se lo llevaron a Rafael Perrota (director de El Cronista Comercial), y pidieron un rescate a su familia, y a mucha otra gente inocente, estoy dispuesto a hacer lo que sea necesario para que sepan que podría (y sin duda lo haría) levantar un huracán de protesta en el exterior, si empiezan nuevamente con su maquinaria de terror. Me doy cuenta de lo cómplice del diablo que fui y debo corregir esto ahora”.

En otra carta, datada el 9 de junio de 1982 en Portland, Maine, le dijo: “Estoy totalmente convencido de que el problema de los desaparecidos necesita una enérgica lucha para encontrar soluciones; que los responsables de los excesos deben ser castigados, y que los casos de inocentes –como los de Hidalgo Solá, Perrota, Holmberg, Sajón, Pondal– deben ser examinados”.

El enigma sobre Fernández Pondal ha perdurado. Marisa Presti no cejó en su intento de hallar una respuesta: “La muerte necesita un cuerpo”, ha esbozado en el borrador de una novela testimonial en la que, cual catarsis, procuró reflejar el calvario de ser la esposa de un desaparecido durante la dictadura militar. De ser la viuda de una sombra que durante años, más de un cuarto de siglo, ha transitado cada rincón de su departamento del barrio de Caballito, Buenos Aires, del que no se atrevió a mudarse, esperando, tal vez, que todo volviera a su lugar. Que Fernández Pondal, Rolo en la intimidad, regresara aquella noche del 5 de agosto de 1977. La noche en que iba a ser visto por última vez.

“Este era Rodolfo (...) –dice Marisa Presti, Sara en su novela–. Era una persona muy vital, periodista, como vos, siempre corriendo... Amaba lo que hacía; era capaz de pasar más de un día sin dormir, a veces alimentándose sólo con café. Sentía pasión por enterarse de las últimas noticias antes que otros (...) Un hombre joven, inerte, con unos inmensos ojos verdes abiertos y fijos en la nada.”

La indiferencia del mundo

Aquel viernes fatídico había comenzado otra vida para Marisa Presti (Alicia María Isabel Prestigiacomo, su nombre real), creativa publicitaria y docente universitaria, y la pequeña María Paula, no por nada estudiante de periodismo en su edad adulta. Esa otra vida estaba signada, más que todo, por la falta de solidaridad de propios y extraños frente a un dilema irresoluble: la desaparición de un ser querido en una sociedad que negaba que aquello fuera cierto. Una realidad más tremenda y traumática que la muerte misma, quizá, por la falta de certeza sobre el paradero y, a la vez, por una terrible sensación de sospecha por ser familiares de alguien cuyos rasgos sólo han atesorado los recuerdos en un derrotero errático en el cual su mujer, sobre todo, recibió desde promesas de un pariente militar (“el paquete está”, “al paquete le late” o “al paquete lo mudaron”) hasta certezas de una vidente. Infundadas todas ellas.

El secuestro coincidió con amenazas y persecuciones de otros periodistas. Como Edgardo Sajón, ex secretario de Prensa y Difusión del presidente Lanusse, editor coordinador de La Opinión, y Enrique Jara, subdirector de La Opinión, desaparecidos. El desenlace iba a ser la intervención del diario, el 25 de mayo de 1977, con un general como director, y la partida de Timerman del país, con un pasaporte de no argentino y una visa del Estado de Israel, después de haber sido torturado en dos centros clandestinos de detención.

Fernández Pondal, según Marisa Presti, solía volver tarde a casa. El día de su secuestro, vestido con jeans, mocasines y una chaqueta azul (regalo de Massera en la visita a la plataforma submarina), partió a media mañana con la promesa de regresar temprano a cenar: “Me pidió que lo esperara, pero, a las 10 de la noche, me llamó por teléfono para disculparse”. A eso de las tres o cuatro de la mañana, ella se despertó, sobresaltada. No había llegado: “Me inquieté un poco”. A las seis, angustiada, llamó por teléfono a un general retirado de apellido Pondar. Cuatro horas y media después tuvo el primer indicio: “Me dijo que habían visto que se lo llevaban en un Ford Taunus amarillo”.

La descripción coincidía con la crónica que iba a aparecer al día siguiente en La Nación. Pero no conducía a nada. Y Marisa Presti, casada con Fernández Pondal el 16 de noviembre de 1973 después de cuatro años de noviazgo, se sintió desgarrada. Al punto que tiró el teléfono y estalló en llanto. “Sentí dentro de mí una tragedia”, me dijo. En los tres años siguientes nada cambió de lugar en su casa: “Todo lo estaba esperando –escribió–. Sus cosas, su ropa colgada en el placard, su taza de desayuno, su toalla. Me parecía que en cualquier momento podía sonar el timbre y lo iba a ver por la mirilla de la puerta. Estaba convencida. Pero, en lo más íntimo, mi corazón parecía estar seguro de lo contrario”. Simón, el perro de la familia, ya no ladraba frente a la ventana cada vez que su marido tocaba la bocina del Peugeot 504 que conducía. Era una señal, por más que ella sintiera “una eterna sensación de presente suspendido”.

La denuncia había sido radicada en la Comisaría 15a. (Suipacha 1156, Buenos Aires), cerca de donde había sido visto por última vez. Allí fue. La había radicado la segunda secretaria de la Embajada de Suiza, Luisa Caroni. Estaba con él cuando se produjo el secuestro, esperándolo en su auto, un Alfa Romeo blanco, mientras Fernández Pondal, advertido de que eran perseguidos, había decidido ir a la casa de un militar que solía tener custodia en la puerta del edificio en el que vivía.

Esa noche, casualmente, no había nadie. Y, ante la mudez del portero eléctrico, regresó al auto en el que estaba Luisa Caroni. Había dejado en él su bolso de cuero (habitual en los años setenta y ochenta). No llegó a recogerlo.

Poco después, Marisa Presti se encontró con Luisa Caroni en un bar. Y se reencontró con el bolso negro de Fernández Pondal. En él estaban, intactos, el documento de identidad, la agenda, el carnet de periodista y las llaves de su casa, entre otras cosas. Supo entonces que esa noche había estado en la casa de la diplomática suiza y que habían hablado de trabajo. Unas traducciones del italiano, parece.
Al notar que iban por ellos (por él, en verdad), giraron en el Obelisco y se dirigieron a la casa del coronel Ricardo Flouret, del Estado Mayor General del Ejército, amigo de Fernández Pondal. Luisa Caroni permaneció en el auto, frente al volante. “No me contesta”, dijo él después del primer intento. En el segundo, rodeado por dos hombres que iban en el Ford Taunus tipo coupé (de dos puertas), encañonado por la espalda, su figura delgada se perdió en la esquina.

Luisa Caroni radicó a la mañana siguiente la denuncia, previa consulta al embajador de su país, y retornó poco después a Suiza.

“La agenda fue uno de mis solitarios calvarios –escribió Marisa Presti–. Noche a noche, la abría y trataba de traducir cada palabra, cada marca, cada raya realizada sobre las hojas. Estudiaba las citas previas y posteriores al drama, me detenía en los nombres de las personas, trataba de sacar conclusiones. Me había convertido en una especie de Sherlock Holmes inútil. Sola, sentada en la cama de nuestro dormitorio devastado, a veces me quedaba hasta la madrugada yendo y viniendo por las páginas de la famosa agenda.”

Todas las direcciones conducían a la ESMA. En 1988, el presidente Carlos Menem anunció su demolición. No pudo ser: era patrimonio cultural del país, según un fallo del juez federal Ernesto Marinelli. Años después, el presidente de mandato inconcluso Fernando de la Rúa, renuente a la devolución a la ciudad de Buenos Aires del predio que había cedido en 1904, quiso que allí se instalara un polo educativo. Tampoco pudo ser. Desde el 9 de febrero de 2004, el gobierno de Néstor Kirchner, sensible a someter a juicio a los militares involucrados en la represión, insistió en devolverlo a la ciudad y en convertirlo en un museo de la memoria.

Menos de un mes después, el jefe de la Armada, almirante Jorge Godoy, asumía el primer mea culpa de la fuerza sobre las atrocidades cometidas en los años de plomo: “Así como no puede ocultarse el sol tras un harnero, no pueden esgrimirse argumentos válidos para negar o excusar la comisión de hechos violentos y trágicos en ese ámbito –dijo–. Hechos que nadie podría justificar, aún en las gravísimas circunstancias vividas”.

Fue el 3 de marzo de 2004 en el patio de las palmeras del Edificio Libertad, frente a una formación de marinos con sus uniformes blancos, en ocasión del 147° aniversario de la muerte del almirante Guillermo Brown; era el Día de la Armada. Sólo era comparable con la autocrítica del general Martín Balza, jefe del Estado Mayor del Ejército, el 25 de abril de 1995.

Ese día, desde Bogotá, en donde hacía un mes que había asumido como embajador, Balza me dijo que sólo dos tenientes coroneles, dos coroneles y un general conocían el contenido del discurso que pronunció en el programa de televisión Tiempo Nuevo, de Bernardo Neustadt. Que el entonces ministro de Defensa, Oscar Camilión, le había pedido una copia y que prometió mandársela por fax: “¿Usted cree que se la mandé? –repuso, sonriente–. Hablé por teléfono con los otros jefes del Estado Mayor y, por una cuestión de camaradería, les dije que iba a dar una respuesta del arma. Nada más. Hablé, también, con mis generales, pero ninguna autoridad política sabía qué iba a decir.” No iba a pronunciar el discurso ese día, en realidad, sino un mes y cuatro días después, el 29 de mayo, Día del Ejército.

A diferencia de él, Godoy había acordado con el presidente Kirchner y con el ministro de Defensa, José Pampuro, los términos del replanteo de su fuerza. En el cual, curiosamente, no mencionó en ningún momento las siglas ESMA.

“Quiero la ESMA”, le había dicho, meses antes, Kirchner a Pampuro. Y Pampuro tragó saliva: “Bueno, veremos qué puedo hacer”. Debía ser antes de un nuevo 24 de marzo, aniversario del golpe de Estado de 1976.

A cara descubierta

El padre de Fernández Pondal presentó el 11 de agosto de 1977, a la una de la tarde, un recurso de hábeas corpus, por medio del abogado Pablo González Bergez. También pidió informes a “organismos de las Fuerzas Armadas y de seguridad”. De nada sirvió.

De nada sirvió, tampoco, la denuncia radicada ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), de la Organización de Estados Americanos (OEA), con sede en Washington, DC, en coincidencia con la misión realizada en la Argentina, en septiembre de 1979, por denuncias de numerosas violaciones de los derechos humanos. El caso quedó incorporado con el número 5024: “La Comisión ha transmitido a las partes pertinentes de su comunicación al gobierno de la Argentina, solicitándole que suministre la información correspondiente –decía el 1° de febrero de 1980 su secretario ejecutivo, Edmundo Vargas Carreño, en una carta dirigida a Rodolfo Luis Fernández–. Aunque la tramitación de su denuncia pueda llevar cierto tiempo, quisiera asegurarle que se hará todo lo posible para esclarecer los hechos denunciados por usted y se le informará de cualquier desarrollo, decisión o resultado al respecto”. Menos suerte tuvo con otra gestión, encarada el 23 de mayo de 1980 ante el director de la Oficina de Normas Internacionales y de Asuntos Jurídicos de la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (Unesco), Karel Vasak.

Familiares de periodistas desaparecidos, entre ellos Fernández, pidieron información a la junta militar sobre sus paraderos. No obtuvieron respuesta. La lista ascendía entonces, el 18 de noviembre de 1980, a 72.

En un largo derrotero por despachos oficiales, Fernández había tenido el 26 de abril de 1979, de 10.45 a 11.20 de la mañana, una audiencia con Videla. La había solicitado el 1° de marzo. En ella, según narraba en un escrito dirigido al Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas, después de los saludos de rigor, “las primeras manifestaciones del señor presidente fueron: sabemos que su hijo era antiterrorista, antisubversivo, anticomunista, antimarxista, antimaoísta, y que actuó siempre de frente y a cara descubierta; a lo que respondí, señor presidente, si ustedes conocen todo el accionar y el pensamiento de Fernández Pondal, pretenden que les crea que no saben qué fue de él; me manifestó que realmente lo ignoraba”.

Videla admitió en esa audiencia que se habían cometido “excesos y abusos”. No hablaba con el padre de un desaparecido, sino con un militar retirado. Al punto que, en un momento del diálogo, Fernández tildó de responsables del secuestro de su hijo a los generales de brigada Viola, jefe del Estado Mayor General del Ejército; Harguindeguy, ministro del Interior; Guillermo Suárez Mason, comandante del Primer Cuerpo de Ejército y jefe de la Zona I de Seguridad; Edmundo René Ojeda, jefe de la Policía Federal, y Agosti, comandante en jefe de la Aeronáutica; el almirante Massera, comandante en jefe de la Armada, y el coronel Ramón Camps, jefe de la Policía de la Provincia de Buenos Aires. “No hable así de los camaradas”, obtuvo como réplica.

La madre de Fernández Pondal “tuvo que someterse a un tratamiento psicológico y el suscripto, posteriormente, a un tratamiento psíquico, ambos en atención permanente en el Hospital Militar Central, caso contrario hoy mi mujer estaría internada en un establecimiento de salud mental", decía Fernández en el pedido de audiencia.

En otro párrafo, ponderando los valores cristianos de su hijo, decía que “su excelencia, el señor cardenal (Raúl Francisco) Primatesta (arzobispo de Córdoba y enviado especial del Papa Juan Pablo II) conocía perfectamente el pensamiento y el sentir de mi hijo, ya que lo ligaba a él una buena amistad y comunicación por la actuación que desempeñaba en el Canal 10, de Córdoba, y en Radio Universidad, de dicha provincia, mientras fuera su representante en Buenos Aires”.

A mediados de ese año, 1979, Videla calificaba a la prensa argentina de “responsable y libre, pero, sobre todo, responsable” en una conferencia de prensa con periodistas peruanos que habían acompañado al presidente de facto de su país, general Francisco Morales Bermúdez, en una visita a Buenos Aires. Y agregaba: “Esa es nuestra realidad y no uno, dos o cinco que pueden estar detenidos y que no merecen ser denominados periodistas. Han dejado de ser periodistas para ser delincuentes. Optaron y ahí tienen el resultado de su opción”.

¿Estaba Fernández Pondal entre ellos?, quiso saber su padre. Le respondió el director general de Seguridad Interior del Ministerio del Interior, coronel retirado Vicente Manuel San Román, el 15 de octubre: “...llevo a su conocimiento que, habiéndose reiterado los trámites relacionados con el nombrado, los mismos han arrojado resultado negativo a la fecha”.

En una audiencia con Massera obtuvo como indicio, “como quien deja correr la cosa”, que “para mí, es un procedimiento del Ejército, sin afirmar ni negar”. En el Ejército, a su vez, obtuvo como indicio “que era una cuestión de la Marina”.

En una carta a Videla, “personal-confidencial”, fechada el 9 de diciembre de 1980, Fernández, agotados todos los recursos, invocaba a su nieta “para que el día de mañana no se cruce por su mente que su progenitor pudo haber sido un depravado moral y no un honorable hombre de bien útil a la sociedad como en realidad lo era”.

Seis días después, Videla respondía, también por escrito: “...deseo transmitirle la seguridad de mi preocupación por su grave problema y por la angustia que lo aflige en estos momentos. Asimismo, le manifiesto que la desaparición de su hijo, el periodista Rodolfo Fernández Pondal, es aún motivo de investigación y, por lo tanto, no se da por cerrado el caso”.

Cruzados en el aire

Restablecida la democracia, Ariel Lara, ex agregado cultural de la Embajada de Bolivia en Buenos Aires, declaró en agosto de 1985 en el juzgado federal a cargo del doctor Miguel Guillermo Pons acerca de la desaparición de Fernández Pondal: era un “profesional que trabajaba en un medio especializado; era hombre valiente y bien informado cuyos artículos, para quienes saben leer entre líneas, resultaban realmente importantes”, dijo. Tenía “excelentes contactos”, agregó, y sus escritos eran “muy veraces”.
En ello coincidió, en un diálogo conmigo, Rubén Aramburu, socio de Fernández Pondal en Ultima Clave: “Nunca pensé que la cosa iba a llegar a ese extremo –me dijo–. Rolo tenía una personalidad muy fuerte. Y creía que, con su experiencia en Radio Rivadavia (de donde había sido despedido), la revista iba a convertirse en un trampolín hacia delante”.

La revista, de circulación semanal, eran ocho páginas tamaño carta, de información política, que se distribuían por suscripción. Tenía aspecto de newsletter. Había sido fundada el 10 de septiembre de 1968. Y, con tal de darle dinamismo, variaban los encabezados: Situación, Los hechos, La coyuntura, Los sucesos, El clima, La alternativa o Para el cotejo. Figuraban Juan Martín Torres como director y Fernández Pondal como subdirector; eran amigos desde la adolescencia.
“Rodolfo dialogaba con los militares más civilistas, como Viola –me dijo Aramburu–. No recibíamos órdenes ni dinero de los militares. Era natural que él, como periodista, dijera qué iba a publicarse. Tenía una sensación de superioridad en el análisis político y era muy hábil para buscar información, pero necesitaba un editor.”

En el momento en que recibió la oferta de trasladarse a París, “le quedaba chica la revista”, dijo Aramburu. “Él quería un progreso mayor –agregó–. Si no lo alcanzaba por un lado, lo buscaba por otro.”
Dos meses después del secuestro, Aramburu y Torres estuvieron detenidos, sin motivo aparente, durante 48 horas. Torres hizo identikits de dos individuos (uno de 40 años; el otro, de 23 o 24, según el padre de Fernández Pondal). Habían ido a la redacción de Ultima Clave, en Rivadavia 717, oficina 404, Buenos Aires, sin un fin determinado, horas antes del secuestro. Eran las 9.30 de la noche. Le habían pedido que publicara alguna información en particular. Quedaron en regresar al día siguiente.
“Eran servicios (agentes de inteligencia)”, concluyó Fernández Pondal en cuanto cerraron la puerta detrás de sus pasos.

Uno de los identikits, según su padre, coincidía con los rasgos del teniente de navío Antonio Pernía, alias Martín, Trueno o Rata, encargado de los secuestrados “en proceso de recuperación” hasta 1978 en la ESMA. Lo supo por una foto de él, publicada el 27 de febrero de 1987, en la portada de La Nación, mientras varios marinos procesados declaraban ante la Cámara Federal.
Tres años después del secuestro, Ultima Clave publicó un recordatorio en la portada. Era, casi, una aceptación de la impotencia: “Nosotros sólo podemos decir, después de estos tres duros años, que no olvidamos su conmovedora amistad, que extrañamos sus arrolladoras condiciones de periodista, su sensibilidad de ser humano. Y que seguimos sin entender la absurda, psicopática, bestial motivación de sus agresores. Su vacía inconsciencia”.

En 1977, poco antes de su secuestro, Fernández Pondal permaneció más tiempo del previsto en Venezuela; Marisa Presti no quería que viajara. En una foto aparecía con otro hombre, desconocido para ella, en la isla Margarita. ¿Había hablado con el embajador Hidalgo Solá? “Nos cruzamos en el aire”, llegó a decirle a su mujer; no sabía ella si se habían cruzado, uno de ida y el otro de vuelta en diferentes vuelos, o en el mismo avión.

Se habían cruzado en el aeropuerto internacional de Ezeiza, según una versión. Y allí, Fernández Pondal “había recibido información sobre un comando argentino en Venezuela y comunicada confidencialmente al entonces embajador Hidalgo Solá” por el presidente de ese país, Carlos Andrés Pérez, según una investigación realizada por Rogelio García Lupo, corresponsal en Buenos Aires del diario El Nacional, de Caracas.

Dos miembros de ese grupo, reconocidos por diplomáticos venezolanos, tenían pasaportes falsos. Eran Perren y Pernía, hombres de la ESMA. Iban a secuestrar a Julio Broner, dirigente de la Confederación General Económica (CGE) durante el gobierno de la viuda de Perón que se hallaba exiliado en Caracas desde el golpe de Estado de 1976. El plan, del cual también participó el teniente de navío Juan Carlos Rolón, era dispararle dardos con drogas para paralizarlo. Pero fracasó.

La inteligencia de Venezuela, regida por un gobierno democrático, no comulgaba con el credo de la Operación Cóndor, acordada por las dictaduras militares de Chile, la Argentina, Paraguay, Brasil, Uruguay, Bolivia, Perú y Ecuador con tal de enfrentar la llamada guerra psicopolítica emprendida desde los centros neurálgicos del comunismo, razón por la cual, en principio, Perren, Pernía y Rolón no contaron en Caracas con las facilidades usuales en otras capitales para secuestrar y, en algunos casos, repatriar a aquellos que consideraran subversivos o peligrosos, como Broner.

En el momento en que Massera se negó a declarar ante el juez federal Claudio Bonadío por apropiación ilegal de bienes, Perren se entregaba, identificándose a sí mismo como el jefe de operaciones del Grupo de Tareas 3.3.2, “de combate contra el terrorismo”, porque Rolón, su subordinado, estaba detenido. Ambos admitieron en septiembre de 2001 que habían secuestrado al periodista Juan Gasparini, Gabriel mientras era dirigente de Montoneros, uno de los sobrevivientes de la ESMA.

“Cuando Hidalgo Solá viajó a Buenos Aires para informar de la situación al general Videla, quien aparentemente desconocía los hechos, fue secuestrado, lo mismo que el periodista Fernández Pondal dieciocho días más tarde”, señalaba el artículo de El Nacional, publicado el 12 de diciembre de 1983.
El juez José Nicasio Dibur quiso conocer la identidad de los informantes, pero García Lupo se negó a revelarla. Por la información en sí viajó un día después a Caracas, en donde, según la agencia de noticias ANSA, contaba “con un testigo valioso que habría visto a Hidalgo Solá y Fernández Pondal en el aeropuerto de Ezeiza el día en que uno viajaba a la capital venezolana y el otro regresaba”.

Un periodista no identificado por la agencia Diarios y Noticias (DyN), cercano a Fernández Pondal y a Hidaldo Solá, había dado otra versión en 1982: “El diplomático, en los días previos a su desaparición, se hallaba seriamente preocupado por versiones periodísticas relativas a su persona que consideraba tergiversadas. Recuerda el periodista que el lunes 11 de julio de 1977, Fernández Pondal, que dirigía por entonces el semanario Ultima Clave, le solicitó que lo trasladara en su automóvil hasta el aeropuerto, desde donde debía partir hacia Caracas en un viaje decidido, al parecer, en forma precipitada. Durante el trayecto, Fernández Pondal reveló a su colega que Hildaldo Solá llegaría esa misma tarde procedente de Venezuela, de ese modo ambos se cruzarían prácticamente en el aire, lo que les impediría encontrarse, como al parecer tenían convenido, en Buenos Aires o en Caracas. Pondal pidió a su interlocutor que informara de ello a su interlocutor. La inminente llegada del diplomático despertó inmediatamente el interés del periodismo del aeropuerto. Dos días antes, un despacho de la agencia France Press le había atribuido el reclamo de una rápida institucionalización del país mediante la instauración de un gobierno cívico-militar de coalición, y lo señalaba al diplomático, militante en el radicalismo, como posible próximo presidente de la Nación. Cuando a las 19 de ese mismo día llegó el diplomático a Ezeiza lo esperaban dos periodistas. El destacado en el aeropuerto, que debía transmitirle el mensaje de Fernández Pondal, y el representante de un semanario porteño. Antes de iniciarse el reportaje, Hidaldo Solá fue informado de la partida hacia Caracas de Fernández Pondal, ocurrida por la mañana. Fue evidente que la noticia lo preocupó hondamente”.

Fernández Pondal, según la solicitud de hábeas corpus planteada por su padre seis días después de su secuestro, “tenía una entrevista otorgada por el presidente Carlos Andrés Pérez”. Desde Caracas, en el viaje anterior, Marisa Presti había recibido una postal de él; estaba fechada el 12 de mayo de 1977, menos de tres meses antes del desenlace. Le decía que la extrañaba y que, mientras tanto, bebía champaña francesa.

A fines de ese año, Marisa Presti recibió otro tipo de correspondencia. Era una carta formal, fechada el 22 de diciembre: “En el marco de la Navidad, propicio a la oración y el recogimiento, quiero hacer llegar a usted y sus hijos, las muestras de mi más profunda solidaridad personal. Deseo también, fervorosamente, que Dios Nuestro Señor le brinde la fuerza espiritual necesaria para afrontar esta hora de desasosiego para su hogar. Saludo a usted con mi más distinguida consideración”. El matasellos era del 26 de diciembre, un día después de la Navidad. Llevaba el membrete Presidente de la Nación Argentina sobre el escudo correspondiente y estaba firmada por Videla, ignorante, entre otras cosas, de que no tenía hijos, sino una hija.

Con él había estado en tres audiencias. Vanas. Como vanos han sido todos los intentos de dar con el paradero, o con el destino, de Rodolfo Fernández Pondal, Rolo a secas en la intimidad, su marido, enfrentando una realidad penosa e incómoda: durante años debió mentir hasta su estado civil, de modo de disimular que era la mujer de un desaparecido, mientras transitaba el vía crucis, y sus recodos, en busca de una verdad vacilante, como ella ante la puerta que se abría, allá lejos, hace tiempo, en París.

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