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México
27 de agosto de 2009
El aire cortado por unas aspas
María Idalia Gómez, URR-México

La imagen de helicópteros sobrevolando a baja altura ha quedado grabada en la retina de muchos. Francis Ford Coppola lo patentó en Apocalipsis Now. La epopeya o la tragedia los suelen tener de su lado: el salvataje en un río o de alpinistas en la montaña, la huida de estadounidense de Saigón, algunos presidentes latinoamericanos que escaparon o fueron detenidos por militares golpistas.

Tenerlos por encima de la cabeza, a tres o cuatro metros de altura, durante 15 minutos, genera temor. Es algo que no olvidará el fotógrafo Ernesto Martínez. Mucho menos si sabe que son helicópteros militares, en zona de narcotraficantes, sobre una carretera de escaso tránsito en la sierra de Sinaloa, rodeado de abundante vegetación, y con una treintena de hombre bien armados a bordo de tres aparatos Bell 212.

El panorama no puede ser más desalentador si también se tiene consciencia que, dentro de aquellas máquinas, que alguna vez bosquejó Leonardo Da Vinci, había mucho enojo. En realidad una irritación que rayaba en coraje, producto del trabajo periodístico: Ernesto Martínez y otros siete periodistas, camarógrafos y fotógrafos, descubrieron a los militares junto a tres hombres con rastros de golpes que a primera vista parecían severos, que rogaban por agua, que imploraban una ambulancia.

Ocurrió el pasado sábado 8 de agosto después del mediodía. Una denuncia telefónica de un poblador de Jesús María, Sinaloa, a la redacción de un periódico en Culiacán aseguraba que militares a bordo de helicópteros estaban intimidando y sitiando a los lugareños, destruyendo con el aire de sus aspas los techos precarios de las casas del lugar.

Jesús María no es un simple poblado. Los sinaloenses saben de su significado. En su cementerio, por ejemplo, yacen los restos de un hijo de “El Chapo” Guzmán, uno de los hombres más ricos del país según FORBES, el narcotraficante más buscado en México, según las autoridades.
Ocho profesionales de la fuente policiaca de diferentes medios de Culiacán decidieron ir juntos a la cobertura, una rutina de prevención cuando saben de asuntos de riesgo.

A tres mil metros del poblado se encontraron sobre la carretera con tres helicópteros del Ejército mexicano que comenzaban a elevarse, a un costado dos vehículos y tres hombres tirados sobre el pasto que suplicaban por una ambulancia y agua. Uno de ellos con las manos atadas. Todos con marcas de golpes.

Las filmaciones y los disparos de las cámaras digitales de los fotógrafos hicieron regresar a los tres Bell, de los que bajaron unos 15 soldados. El objetivo era claro, dijeron los reporteros, porque así lo gritaron los soldados: quitarles las cámaras de video y foto para que no hubiese algún registro.

Ernesto Martínez, con varios años de experiencia en cobertura policiaca, pegó el grito: sepárense, no estemos junto. Y los ocho reporteros cumplieron, porque han aprendido a tenerse confianza, a escucharse y coordinarse. Eso les salvó los equipos.

Los soldados, con sus rostros cubiertos con paliacates negros y capuchas, arremetieron contra ellos. Los empujaron, pero no lograron arrinconarlos, a pesar de los gritos con los que pretendían ordenarles que se juntaran. Los comunicadores resistieron. En pocos minutos los militares desistieron. Junto a sus insultos decidieron irse. Sólo que antes de marcharse, subieron a los helicópteros a los tres desconocidos que estaban tirados junto a la carretera. Así ya no habría más fotos que tomar, ni testimonios que recabar.

Pero el incidente no acabó allí. Los helicópteros se ubicaron a no más de cuatro metros de altura y no se movieron. Antes de darles tiempo a que pasara algo grave, los ocho reporteros se subieron a los tres autos en los que viajaban. A toda velocidad, pero sin separarse un vehículo del otro, se fueron hasta el poblado de Jesús María, hasta ahí los siguieron los helicópteros. Después de 15 minutos de sentir los motores que cortaban la respiración, el aire encrespado y el polvo que enceguece, cubiertos ya por los árboles y las casas precarias, los reporteros, camarógrafos y fotógrafos sintieron que los latidos del corazón regresaban a su normalidad. Los tres helicópteros se perdieron tras la vegetación.

Desde allí se comunicaron a sus redacciones para que prepararan las ediciones. Había muy buena nota. Sería portada al día siguiente y quedaría el registro impreso y en noticiarios televisivos de helicópteros, militares, detenidos y periodistas en aquella tarde de domingo. Así fue, porque no era la primera vez que había que lidiar con la reacción de militares, con los golpes que ya varios reporteros han recibido, con la pérdida del equipo sin ni siquiera una disculpa después, incluso hasta detenerlos por varios minutos. Ninguna de estas agresiones durante el desarrollo profesional de los periodistas ha sido castigada, más bien justificada por las autoridades en el discurso público al calificarla como daños colaterales en la llamada guerra contra el narcotráfico.

Los ocho reporteros nunca se sintieron seguros hasta pisar Culiacán. El temor a ser emboscados por los militares en aquella carretera de escaso tránsito siempre lo tuvieron. De los tres hombres abatidos en el suelo que se llevaron los militares nada se sabe hasta ahora y por los testimonios recabados entre los reporteros ni sus nombres se han sabido.

Dos días después, en el Distrito Federal, la Corte Suprema de Justicia de la Nación no encontró sustento para eliminar el fuero militar, en el juzgamiento de soldados acusados por algún delito contra civiles. Al mismo tiempo, en Guadalajara, el presidente Felipe Calderón, después de recibir a Barak Obama y Stephen Harper, exigía que se comprobaran las denuncias de violaciones a derechos humanos cometidas por militares.



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